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Masacrada por el olvido, la comunidad wayuu de Bahía Portete se resiste a desaparecer

Lunes 18 de abril de 2022

Por: Laura Becerra y David Iregui en CCJ


"Mira cómo baila la brisa", dice Rolan, mientras mantiene sus ojos fijos ante el imponente puerto de Bahía Portete, territorio ancestral del pueblo wayuu ubicado en la Alta Guajira, la región colombiana con el clima más árido y una de las más afectadas por la escasez de agua potable. El mar, custodiado por un ecosistema manglar, es casi transparente. Rolan, autoridad tradicional de Iwasai de Portete, cuenta que nunca se había metido en las aguas de esa bahía que lo vio crecer y en cuya arena fue enterrado por sus familiares para curarle de la polio, enfermedad que puede afectar los nervios y provocar una parálisis parcial o total, pero en él, gracias a la medicina ancestral, solo dejó algunos efectos que apenas se perciben en su caminar.

La calurosa jornada, que animó a Rolan a darse un baño por primera vez en el puerto, anunció la llegada de la lluvia. "Ojalá caiga agua", dicen algunas personas de la comunidad. La brisa que precede la borrasca le roba al desierto cúmulos de arena que se estrellan contra las caras de los presentes erigiendo pequeños torbellinos que viajan incesantes por la zona y que ofrecen un cálido espectáculo a quienes observan desde la bahía cómo el azul del cielo adquiere sumisamente un tono plomizo que, paradójicamente, es recibido con absoluta esperanza por la comunidad. "Ojalá caiga agua", repiten.

Ranchería en Bahía Portete. Foto: Laura Becerra

Fue justo en este territorio rodeado de cardón guajiro donde hace 18 años ocurrió la masacre de Bahía Portete. El puerto, del que ahora solo quedan algunas estacas ajadas que tiempo atrás sujetaron los grandes y promisorios barcos llegados para el intercambio de comercio, fue el detonante que marcó el inicio de la contienda, esa que hasta el 18 de abril de 2004 vertió en la comunidad nefastas consecuencias.

Apostado contra la camioneta doble tracción, la única con posibilidad de trasegar indemne por los cientos de caminos que se entrecruzan como serpientes en su nido en aquel desierto abandonado, Anderson, autoridad wayuu de Waripanture (Portete), mira el horizonte, allí donde se unen el cielo y el mar. A pesar de que el puerto estaba en el territorio del clan Epinayú, su clan, del cual era heredero Silverio Epinayú -Pipa-, el tío materno más adulto, cuenta que de niño no podóa frecuentar aquel lugar por las dinámicas diferentes al comercio que allí se daban; con su hermano se limitaba a bañarse en la bahía, frente a un espeso manglar en el que vive una babilla pacífica que otea, sumergida bajo el agua, a los pocos bañistas que por allí aparecen. En efecto, la situación se había complicado tiempo atrás. En la década de los setenta, Ray y Máximo Iguarán, indígenas del clan Epieyú de Riohacha, le pidieron permiso a Silverio para continuar su proyecto de venta de telas en esta bahía, dado el poco movimiento de las vías de comercio libre marítimo en Puerto López y Puerto Estrella, de las cuales eran dueños. Después de darles el aval para comercializar allí y de acordar que el permiso sería renovado con él o con su sucesor (Nicolás Ballesteros, a quien Silverio legó estas tierras ante la notaría de Uribia), el puerto de Portete empezó a funcionar.

Simón Barros Epieyú fue el administrador del lugar hasta junio de 1984, luego de perder la vida decapitado en el infortunado aterrizaje de una de las avionetas que transportaban mercancía. Como forma de indemnización por lo ocurrido con su padre e ignorando el acuerdo con Silverio, Máximo Iguarán le cedió el poder del puerto de Portete a José María Barros, alias 'Chema Bala'.

'Chema Bala', que nunca reconoció a Nicolás Ballesteros como dueño y autoridad del territorio en donde estaba ubicado el puerto, contrataba a indígenas sinúes para trabajar en el lugar; luego, para no pagarles por las arduas jornadas de trabajo, los asesinaba. Ríos de sangre se empezaron a derramar en Portete. La zona, a la cual no podían entrar los más pequeños del pueblo wayuu, cuenta Anderson, se fue pervirtiendo gradualmente ante el creciente poderío de 'Chema Bala', quien también impulsó el trabajo sexual de menores indígenas y el consumo de drogas y alcohol.

En su afán por apropiarse del puerto y ante la amenaza de perder su negocio, José María Barros se alió con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que operaban en la región Caribe. Este apoyo criminal, basado en una fuerza militar para infundir terror en la población wayuu, sería útil a sus intenciones, pues le aseguraría el dominio en el territorio que empezó a disputarse con la comunidad que lideraba Nicolás junto con su hermana Victoria Helena Ballesteros.

Durante los años que precedieron la masacre coordinada por Rodrigo Tovar Pupo, alias 'Jorge 40', jefe del Bloque Norte de las AUC, y Arnulfo Sánchez, alias 'Pablo', comandante del Frente Contrainsurgencia Wayuu, con el conocimiento de 'Chema Bala', las amenazas y acciones hostiles contra la comunidad ya habían comenzado.

Como aconteció a lo largo del país, la presencia paramilitar también se fraguó en la zona norte de Colombia. Aunque desde 2001 el Bloque Norte de las AUC operaba en algunas zonas de la Media y Alta Guajira, fue solo en 2002 cuando la comunidad de Bahía Portete se percató de la presencia de estos alijunas (blancos o no indígenas). La sorpresa fue aplacada por el mismo 'Chema Bala', quien advirtió al pueblo que estos hombres trabajaban en el puerto cuidando la mercancía. Sin embargo, en 2003 empezaron a aparecer las primeras víctimas de esta alianza. Paramilitares asesinaron a dos policías de la Dirección de Impuestos y Aduanas de Colombia (DIAN) en una tienda cerca de Bahía Portete.

Rolan recuerda que los hechos posteriores afianzaron el temor. En febrero de 2004, mataron a otras dos personas de la comunidad que trabajaban en la tienda y que actuarían como testigos de lo ocurrido con los dos policías. La zozobra se apoderó de la comunidad.

Conmemoración de los 18 años de la masacre de Bahía Portete. Foto: Laura Becerra

Isabel fue la primera educadora wayuu. Ya no ve muy bien, sin embargo; sus ojos negros extraviados en un pasado que se ha inmortalizado en su mente dicen tanto como lo hacen sus palabras al recordar lo acontecido en 2004. Era domingo cuando los paramilitares empezaron a pasearse por Bahía Portete congregados en camionetas doble cabina, indiferentes ante el clima. Victoria Helena o la tía Toya, como la llama Anderson, fue quien denunció esta situación anormal ante el Ejército, que durante esos días transitó por la zona, pero sus demandas fueron ignoradas La Defensoría del Pueblo, la Procuraduría General y el Ministerio de Defensa también conocieron de antemano lo ocurrido, pues habían sido alertados por la comunidad; sin embargo, los clamores de protección ante unas autoridades displicentes fueron el preludio de una masacre advertida.

Pastoreo de chivos. Foto: Laura Becerra

La mañana del 18 de abril de 2004, los chivos recorrían los caminos laberínticos de Bahía Portete mientras veían sin sobresalto la llegada de más de 40 paramilitares que se dirigían a las rancherías de las diversas familias en donde asesinaron a Margoth Fince Epinayú (prima de Rolan) y Rosa Fince Uriana (hermana de Rolan), lideresas sociales de la comunidad de Bahía Portete; Diana Fince Uriana (hermana de Rolan), Reina Fince Pushaina (sobrina de Rolan de 13 años) y Rubén Epinayú (de 17 años). Diana y Reina permanecen desaparecidas. También se encontró un brazo calcinado que no se sabe a quién corresponde. No contentos con ese escenario de muerte protagonizado por sus metales candentes, desaparecieron indígenas, saquearon tiendas y casas, profanaron los cementerios de las familias. Yo me salvé -dice Isabel Fince-, aunque los paramilitares me buscaban; ese domingo había decidido ir al colegio desde donde pude ver el humo corroer lo que quedaba de nuestra comunidad abandonada por el Estado.

La comunidad aún no logra recuperarse de las heridas de este hecho. Incluso, la tía Toya, a quien todos recuerdan con admiración por su valentía y su perseverancia, en vida no logró reponerse de los hechos.

Elimar Epinayú. Foto: Laura Becerra

Rolan recuerda que algunas mujeres wayuu, las únicas capaces de curar a los heridos y enterrar y recoger a los muertos, días después volvieron a esa bahía de la que todos huyeron, algunas por los manglares, otras por el puerto, por cualquier salida posible, para inhumar a sus familiares asesinados, así como por la posibilidad de vivir en la tierra que los vio crecer.

"Luego de la masacre solo tuvimos una opción: desplazarnos", dice Remedios, lideresa de la comunidad. Más de 600 personas del pueblo wayuu huyeron de sus tierras, unos hacia Maicao, otros hacia Uribia y la mayoría fue a parar a Maracaibo, Zulia, donde el gobierno venezolano fue el único dispuesto a atender sus necesidades. Desde allí denunciaron lo que había ocurrido, pues tenían miedo. Esperaron más de doce años para volver al territorio (incluso algunos decidieron permanecer en el exilio) en donde reposan sus muertos, un lugar que ahora sienten lejano y por el que también se lamentan, pues sufrió los embates de una guerra despiadada, así como los estragos de su éxodo y del perenne abandono estatal.

Extrañan su pasado lejano. Mientras observa a algunos de sus paisanos bailar de espaldas en un círculo en el que la mujer lo persigue (Yonna, se llama la danza), Rolan se lamenta. Extraña esa alegría, esa tranquilidad. Dice que en los años previos a la perpetración de la masacre no había ningún grupo armado en su territorio. "Estamos muy apartados de la montaña colombiana donde existe la guerrilla. Somos un desierto donde hay calamidad, necesidad, crisis de agua. Qué va a hacer un guerrillero aguantándose eso".

Danza Yonna durante los 18 años de la conmemoración de la masacre de Bahía Portete. Foto: Laura Becerra

Hoy, aunque no hay grupos paramilitares, la comunidad de Bahía Portete sigue siendo víctima de la apatía y del abandono del Estado colombiano, que hace oídos sordos a los reclamos legítimos de una comunidad azotada por manos criminales. Además de la reparación exigida por la masacre, reconocida judicialmente y que el Ministerio de Defensa mediante diversas artimañas jurídicas ha buscado tumbar, la comunidad ha formulado solicitudes mínimas y básicas: un puesto de salud, un centro educativo para los niños y niñas wayuu, y herramientas para poner a funcionar una planta desalinizadora. A la fecha, sus deseos son quimeras, pues se estrellan con el hermetismo kafkiano de Colombia. Aun así, no cesan en sus luchas y reivindicaciones como pueblo.

Rolan mira la bahía por última vez antes de volver a la ranchería para tomar un poco de chicha y raspar los resquicios de carne de chivo antes de lanzar los huesos a los perros famélicos que esperan con paciencia que termine de comer. Dice que lo único que tienen es ese inmenso mar que les sirve para un ejercicio contemplativo, pues no hay insumos suficientes para trabajarlo. Se pregunta si Portete no es de Colombia, pues, tal como le ha pasado a él y a su comunidad, su territorio permanece marginado.

Rolan suspira y da media vuelta. Se encuentra con Anderson y caminan hacia el sol. Sus huellas quedan marcadas sobre la arena. Pronto el tiempo las volverá difusas hasta hacerlas desaparecer, como ellos han desaparecido para un país que los olvidó.

Por: Laura Becerra y David Iregui, de la Comisión Colombiana de Juristas,
representante de la comunidad de Bahía Portete
18 de abril de 2022

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