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Los desafíos de la Corte Interamericana en relación con la paz y la efectiva protección de los defensores de derechos humanos y líderes sociales en Colombia

Presentación con motivo del seminario sobre el 40° aniversario de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y su impacto en Colombia, organizado por la Procuraduría General de la Nación

Viernes 19 de octubre de 2018

El sistema interamericano de derechos humanos, en general, y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en particular, cuyos 40 años conmemoramos el día de hoy, han contribuido notoriamente al mejoramiento de la situación de derechos humanos en Colombia y tienen todavía un papel muy importante por cumplir frente a la persistencia de preocupantes violaciones y a la necesidad de consolidar un valioso proceso de paz acordado entre el Gobierno y las Farc que atraviesa por graves dificultades para su realización plena, así como a la importancia de concretar la paz igualmente con el Eln.

Desde la primera sentencia de fondo emitida por la Corte en relación con Colombia, el 8 de diciembre de 1995, que declaró la responsabilidad del Estado por la desaparición del profesor Isidro Caballero y María del Carmen Santana, en una operación conjunta de paramilitares y fuerza pública, quedó claro en el territorio nacional que los derechos humanos eran un asunto serio y que existían órganos internacionales, creados por los propios Estados, con autoridad para disciplinarlos y hacerles cumplir sus obligaciones en esta materia. Isidro y María del Carmen eran militantes del M-19 que realizaban gestiones de paz en febrero de 1989, las cuales se formalizarían un año después con la firma de un acuerdo entre ese grupo guerrillero y el gobierno colombiano el 9 de marzo de 1990. Ellos no lograron ver ese resultado, pero por buscarlo fueron desaparecidos. Sus cuerpos no se han encontrado, y aún hay altos oficiales del ejército pendientes de rendir cuentas ante la justicia por estos crímenes.

Desde entonces vendrían otras importantes sentencias, que ya suman 19, relacionadas con varias de las tragedias que han sumido en dolor al pueblo colombiano: masacres (como las de Las Palmeras, los 19 comerciantes, Mapiripán, Pueblo Bello, Ituango, La Rochela, Santo Domingo, Operación Génesis, vereda La Esperanza, Operación Orión o las desapariciones y asesinatos del Palacio de Justicia), torturas y otros abusos (como los infligidos a Wilson Gutiérrez Soler), asesinatos de defensores de derechos humanos y líderes sociales (como el abogado Jesús María Valle o el Gobernador del Resguardo Indígena de Jambaló, Germán Escué Zapata), agresiones contra periodistas (como Luis Gonzalo Vélez Restrepo, golpeado por el ejército y forzado al exilio, o Nelson Carvajal Carvajal, asesinado en la calle al salir de la emisora donde trabajaba y del centro educativo que dirigía), o negación de derechos de parejas del mismo sexo (como Ángel Alberto Duque). Estas sentencias, y las que quedan por venir, se han constituido en un valioso faro que cada vez con más fuerza les ilumina a la sociedad y al Estado colombiano la gravedad de las violaciones que se cometen en nuestro territorio y la necesidad de prevenirlas, sancionarlas y repararlas.

Eso ya sería suficiente para rendirle un merecido homenaje a la Corte Interamericana. Pero queda todavía mucho por hacer, y ahora más que nunca puede y debe la Corte, a partir de su investidura y del reconocimiento de que ya goza en el continente y en Colombia en particular, continuar aportando significativamente a la superación de la grave crisis de derechos humanos de la que nuestro país quiere salir. Se ha hecho un esfuerzo valioso en esa dirección con la celebración del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc, en el cual se creó, con el propósito de superar la impunidad y reconocer los derechos de las víctimas, un sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición, con tres órganos de gran importancia: un tribunal encargado de investigar y sancionar los delitos cometidos durante el conflicto armado, llamado la Jurisdicción especial para la Paz, o la JEP, regido por una mentalidad de justicia restaurativa para quienes estén dispuestos a contribuir a la verdad y a la reparación; una comisión de la verdad, para esclarecer y reconocer las responsabilidades colectivas y contribuir a la generación de condiciones de convivencia hacia el futuro; y una unidad o agencia especial para la búsqueda de personas dadas por desaparecidas. El acuerdo previó además una reforma rural integral, para dar tratamiento adecuado a una de las principales causas del conflicto, unos programas de sustitución de cultivos orientados a superar el grave problema de la generación de estupefacientes y de su estela violenta en nuestro país, y proyectos productivos para garantizar la adecuada reincorporación de los combatientes. Muchas de estas iniciativas se han visto entorpecidas por diversos factores: la falta de presupuesto suficiente para llevarlas a cabo, la pesadez burocrática, pero también la irresponsable resistencia de un sector de la población colombiana a valorar las bondades del acuerdo.  

De manera general conviene advertir que la Corte no debería bajar la guardia en relación con el cumplimiento de las obligaciones internacionales a cargo del Estado colombiano. Ahora más que nunca es preciso que tales obligaciones se cumplan, que se honren los compromisos adquiridos por las autoridades en los acuerdos celebrados con la guerrilla y que la interpretación de los mismos sea conforme a las normas y las pautas establecidos por el derecho internacional de los derechos humanos, incluida su jurisprudencia, y en particular en lo que se refiere a los derechos de las víctimas.

A este respecto, permítanme señalar seis aspectos de especial preocupación. El primero consiste en que, aunque el Acuerdo de Paz previó un sistema de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición aplicable por igual a todos los actores que hubieran cometido delitos en relación con el conflicto, han quedado por fuera de ese sistema los mal llamados “terceros”, es decir, los particulares o civiles que hubieren financiado o utilizado a los actores armados para agredir a otros sectores de la población, y los funcionarios estatales distintos de militares o policías, tales como gobernantes, jueces, fiscales, notarios o registradores que hubieren participado, como efectivamente participaron muchos de ellos, en la perpetración de crímenes relacionados con el conflicto armado. Una decisión de la Corte Constitucional, entidad que por lo demás se ha destacado por su carácter garantista de los derechos de la población, sorprendió negativamente en esta materia al decidir que la Jurisdicción Especial para la Paz no tendría competencia para investigar y juzgar a estos mal llamados “terceros”, pues, según la Corte, dicha jurisdicción no es su juez natural. Pero advirtió además, con notoria falta de lógica, que sí es su juez natural en caso de que los mal llamados terceros quieran comparecer voluntariamente ante ella. La posibilidad entonces de que los delitos cometidos por estos particulares y agentes estatales distintos de militares y policías queda sujeta a la acción de la justicia ordinaria y, en especial, a la de la Fiscalía, que es el ente investigador de los delitos. Pero hasta el momento la Fiscalía no se ha destacado por su actividad en esta materia. La Corte Interamericana deberá ser muy vigilante para evitar que estos perpetradores resulten impunes en relación con las graves violaciones de las que han sido cómplices o instigadores.

En segundo lugar, igual diligencia conviene que tenga la Corte Interamericana en relación con la observación del tratamiento que la Jurisdicción Especial para la Paz, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y la Unidad para la Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas reciban del resto de agencias estatales. Según la Constitución colombiana, en las relaciones entre los poderes públicos debe primar el principio de colaboración armónica: “los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines”, dice el artículo 113. Sin embargo, hasta el momento es poca la armonía que se ha visto de parte de algunos de los órganos tradicionales del Estado con los nuevos órganos creados por el Acuerdo de Paz. Si la gestión del sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición no resulta exitosa puede ponerse en riesgo la perdurabilidad del proceso de paz.

En tercer lugar, hay también que estar atentos a que efectivamente se hagan realidad los derechos de las víctimas, que deben ser el centro del sistema y del proceso, según se dice repetidamente en los textos acordados. Para ello se requiere asegurar efectivamente la presencia y participación de las víctimas en las diligencias judiciales y brindar garantías amplias y adecuadas para que se expresen y para que puedan interponer recursos ante los jueces para hacer valer sus derechos. La elaboración de las reglas de procedimiento para las actuaciones ante la Jurisdicción Especial de Paz ha sido un tanto accidentada. Los vacíos que puedan existir en esta materia deben llenarse con una mentalidad basada en el principio pro víctimas, que se traduzca en una favorabilidad interpretativa en función de la realización de los derechos de las víctimas.

En cuarto lugar, además de la participación en las audiencias y en las diligencias judiciales, debe prevalecer el propósito de asegurar la debida reparación a quienes hayan sido lesionados por los delitos. Tratándose de una justicia restaurativa, como es la que se concibió en este Acuerdo de Paz, ello debería ser indiscutible. Sin embargo, en diversas oportunidades en que se ha abordado el tema de los derechos de las víctimas surgen voces orientadas a limitarlos. La tentación de establecer limitaciones se incrementa por el hecho de que desde el año 2008 (por medio del decreto 1290, reformulado en 2011 a través del decreto 4800) se adoptó una tabla de reparación administrativa para víctimas del conflicto, que establece unos topes según el tipo de violación que se haya sufrido, hasta un máximo de 40 salarios mínimos por grupo familiar, que equivaldrían a un poco más de diez mil dólares. Se trata de una indemnización provisional, como un auxilio de emergencia, no sujeto a controversia judicial. Hubo quienes propusieron adoptar una norma legal que impidiera a los jueces tasar perjuicios por encima de los límites fijados mediante los mencionados decretos. Esto sería contrario a la jurisprudencia de la Corte Interamericana establecida desde su primera sentencia de reparaciones en el caso Velásquez Rodríguez, donde señaló:

“25. Es un principio de Derecho internacional, que la jurisprudencia ha considerado ‘incluso una concepción general de derecho’, que toda violación a una obligación internacional que haya producido un daño comporta el deber de repararlo adecuadamente.  (…). 

  1. La reparación del daño ocasionado por la infracción de una obligación internacional consiste en la plena restitución (restitutio in integrum), lo que incluye el restablecimiento de la situación anterior y la reparación de las consecuencias que la infracción produjo y el pago de una indemnización como compensación por los daños patrimoniales y extrapatrimoniales incluyendo el daño moral”.

En quinto lugar, la Corte Interamericana debería prestar asimismo especial atención a que se cumpla la obligación de investigar, sancionar y reparar las violaciones de derechos humanos. Antes del Acuerdo de Paz, se aprobó en el año 2012 una reforma constitucional con el nombre de “Marco Jurídico para la Paz”, que previó, entre otras cosas, autorizar la renuncia a la persecución judicial penal de casos que no constituyan crímenes de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra cometidos de manera sistemática. Esto podría dejar sin juzgamiento violaciones de derechos humanos o infracciones graves al derecho humanitario, por lo cual la Comisión Colombiana de Juristas pidió que se declarara su inconstitucionalidad. La Corte optó por establecer un parámetro de interpretación constitucional en el mismo sentido, para lo cual advirtió, en la parte motiva de la sentencia que 

“9.9.5. El articulado de la Ley Estatutaria deberá ser respetuoso de los compromisos internacionales contemplados en los tratados que hacen parte del bloque de constitucionalidad, en cuanto a la obligación de investigar, juzgar y en su caso sancionar las graves violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario”. 

Sin embargo, y tal vez por estar contenida esta prescripción en la parte motiva, tiende a olvidarse por algunas autoridades. Ello sería contrario a lo que tiene establecido invariablemente la Corte Interamericana de Derechos Humanos, también desde su primera sentencia en el caso Velásquez Rodríguez, según la cual: 

“176. El Estado está, por otra parte, obligado a investigar toda situación en la que

se hayan violado los derechos humanos protegidos por la Convención.

(…). 

En sexto lugar, y con esto termino, el presente Acuerdo de Paz ha estado acompañado de un incremento notorio de las agresiones contra defensoras y defensores de derechos humanos y líderes sociales. En el año 2015, 66 defensores vieron afectado su derecho a la vida; en 2016, 82; en 2017, 106; en el primer semestre de 2018, 81, es decir el mismo número de víctimas que en todo el año 2016. Esto significa que se ha duplicado en estos tres últimos años el ritmo de agresiones contra defensores y líderes sociales, según el Programa Somos Defensores. No es que en los años anteriores no hubiera agresiones, pero la situación se ha agravado visiblemente: en 2010 se registraron 32 víctimas; en 2011, 55; en 2012, 71; en 2013, 79; y en 2014, 56. En total, en los ocho años y medio transcrurridos desde 2010, 631 defensores y líderes sociales muertos o desaparecidos. Es una cifra aterradora, a la cual deben agregarse los atentados (que son homicidios fallidos): 328. Y las amenazas: 2.646. 

Es una situación indudablemente grave. La mayor parte de ella ha ocurrido durante el anterior Gobierno. Pero continúa ocurriendo durante el actual Gobierno, sin que se adopten medidas adecuadas para contener o impedir esa ola incesante de agresiones. En vez de ello, voceros oficiales del Gobierno, tanto del anterior como del actual, parecen más preocupados por desconocer el carácter sistemático de estos asesinatos que por evitarlos. Hasta cierto punto es entendible, porque la sistematicidad de estos crímenes acarrea la responsabilidad del Estado. Pero las autoridades también tienen que entender que si bien estos homicidios no son, en su mayoría, ejecutados ni ordenados por el Gobierno, es innegable la ausencia de resultados y de políticas eficientes para evitarlos. Esa falta de resultados es sistemática. 

Ello no solo compromete la responsabilidad estatal, sino que obliga al Estado a hacer algo mucho más allá de lo que está haciendo para garantizar la vida de las y los defensores y líderes sociales. Está bien que se haya creado el Cuerpo Élite de la Policía a comienzos de 2017 para enfrentar a algunos de los grupos autores de estos crímenes, y se han producido bajas y capturas importantes. Pero hay que desplegar mayores esfuerzos para romper la sistematicidad de la ausencia de resultados.

Entre tales esfuerzos cabe mencionar el funcionamiento de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad. Su objeto es precisamente el de contribuir a diseñar una política para neutralizar estos crímenes y lograr el desmantelamiento de las organizaciones sucesoras del paramilitarismo y otras semejantes. Está integrado por el presidente de la República, quien lo encabeza, los ministros del Interior, de Gobierno y de Defensa, el comandante general de las Fuerzas Militares, el director de la Policía, el Procurador, el Defensor del Pueblo, el Fiscal, la directora de la Unidad Especial de la Fiscalía sobre estos temas y cinco miembros de la sociedad civil. Fue creada mediante el decreto-ley 154 de 2017 y debe reunirse una vez al mes, según su artículo 5º. El Gobierno Nacional, con la firma del actual presidente de la República, se comprometió “a garantizar el funcionamiento de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (CNGS), convocando a sus miembros para que se cumpla el Plan de Acción dirigido a combatir y desmantelar a las organizaciones criminales que atentan contra los líderes sociales, autoridades étnicas y personas defensoras de derechos humanos”, según el párrafo 4 de un documento suscrito el 23 de septiembre del presente año conocido como el “Pacto de Apartadó”, en una reunión promovida en dicha ciudad por la Procuraduría General de la Nación. 

Es urgente reactivar cuanto antes el funcionamiento de la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad para dar cumplimiento a estos compromisos, para superar la sistematicidad de la ausencia de resultados frente a las agresiones contra las y los defensores de derechos humanos y líderes sociales y para honrar la obligación estatal de proteger a las y los defensores, como lo establecen las normas del sistema interamericano y como lo ha esclarecido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyos 40 años celebramos el día de hoy. 

Qué buen regalo de aniversario sería convocar dicha Comisión y poner pronto en marcha una política que contenga eficazmente el asesinato de defensoras y defensores de derechos humanos en Colombia. Y qué bueno sería que también la Corte Interamericana contribuya a vigilar el cumplimiento de la obligación de proteger a las y los defensores y líderes sociales en las actuales circunstancias, así como el sometimiento a la justicia de responsables de delitos cometidos durante el conflicto que sean particulares y agentes estatales diferentes de policías y militares, la colaboración de todos los poderes públicos con el sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición creado por el Acuerdo de Paz, la adecuada participación de las víctimas en el funcionamiento del sistema, la preservación del principio de plena restitución y la no renuncia a la persecución judicial penal de violaciones de derechos humanos.

 

Muchas gracias, y feliz cumpleaños.

Gustavo Gallón Giraldo

Comisión Colombiana de Juristas

Director

 

Bogotá, 16 de octubre de 2018