Por: Gustavo Gallón Giraldo en El Espectador
Ese es el título del capítulo noveno del volumen sobre “Hallazgos y recomendaciones” de la Comisión de la Verdad, que muestra la relación del conflicto armado con el despojo de tierras.
Desde la conquista ha prevalecido en el país un modelo económico basado en el acaparamiento de predios por personajes que, en virtud de ello, se han constituido en élites, generando redes de poder político, sometiendo a su servicio a indígenas y afrodescendientes mediante la encomienda y la esclavitud, y convirtiendo en labriegos a campesinos excluidos de la propiedad rural. A través de la ley 200 de 1936 se hicieron intentos redistributivos, que fueron frenados por la ley 100 de 1944 y que terminaron sirviendo para generar títulos de dueño a poseedores de baldíos. La violencia de los años cincuenta “se caracterizó por las ventas forzadas de tierras, robos de cultivos, robos de animales y un patrón de aumento de intensidad de los desplazamientos y las muertes en épocas de cosecha de café”. En el Frente Nacional se pretendió adelantar una reforma agraria, que sucumbió con el Pacto de Chicoral en 1972. La persecución al campesinado continuó durante los años siguientes desde los organismos de seguridad del Estado. La apertura económica en los noventa condujo a privilegiar el consumo de minerales e hidrocarburos en desmedro de la agricultura, que pasó “de representar algo más del 20 % del PIB total a principios de los años setenta a solo el 10 % en el 2009”.
Este patético panorama se complicó aún más con el narcotráfico. “Élites regionales y nacionales materializaron alianzas políticas y económicas con paramilitares, narcotraficantes, y miembros de la fuerza pública, para desarrollar empresas y obtener ganancias a través tanto del despojo de tierras y el uso de la violencia”. También las guerrillas cayeron en ese delirio. “La regulación del mercado de la coca les dio importantes recursos para armas y logística que les permitió sostener el proceso de expansión territorial”. El acaparamiento de tierras permitió a todos los actores no solo satisfacer sus intereses militares (mediante corredores estratégicos e instalación de bases), sino también económicos (megaproyectos industriales, energéticos, extractivos y monocultivos agrícolas) y políticos. La descentralización, impulsada a través de la elección popular de alcaldes y gobernadores, “trasladó la disputa por el conflicto armado a la lucha por el control de la gestión local”. Se dio lugar así a un “clientelismo armado” que “determinó los procesos de construcción del Estado local en las regiones de la periferia”. El Pacto de Ralito es un ejemplo macabro de ello. “En las elecciones de 2002, el paramilitarismoalcanzó a cooptar una tercera parte del Congreso, al mismo tiempo que ejerció control y cooperación sobre 250 alcaldías y nueve de las 32 gobernaciones en 2003”.
El resultado: un índice Gini de tierras de 0,92, que contrasta con 0,57 en Europa, 0,56 en África, 0,55 en Asia y 0,79 en América Latina. Nueve millones de personas desplazadas y más de seis millones de hectáreas usurpadas. ¡Estremecedor!
“La paz en Colombia solo es posible si es territorial”, concluye sabiamente el informe.
Gracias, Comisión de la Verdad.